« Las lecturas de los iletrados », 


en Dámaso Javier Vicente Blanco, Pedro Torné Martín, Ignacio Fernández de Mata, Susana Asensio Llamas (coords.), « Salvajes » de Acá y de Allá : Memoria y Relato de Nos-otros Liber Amicorum Luis Díaz Viana, Valladolid, Ediciones Universidad de Valladolid, 2022, p. 35-43.


 

A principios del siglo XX, según el censo de población, España contaba todavía con doce millones de analfabetos  y solo 8 millones de alfabetizados. Mi pregunta es: ¿ quedaban totalmente excluidos del proceso de extensión de "compartir social de las prácticas de lo escrito", de la sociedad de la cultura escrita/impresa, estos millones de iletrados? La hipótesis de este trabajo va a ser que no.

Cuestionando lo que se suele entender por lector y leer y lectura, dando peculiar relevancia a la variedad de prácticas, desde las más elementales y poco legítimas hasta las más legítimas a que da lugar la relativa masificación y diversificación del impreso, sin aislar el examen de esta nueva aptitud —saber leer (y escribir)— de otras prácticas  culturales y  formas de acceso a una cultura, a una literatura, como son la memoria, la voz, los espectáculos que no requieren aptitudes lectoras y sin embargo remiten a una cultura escrita/impresa, dialogan con ella, y son una especie de propedéutica para unas nuevas formas culturales,

Dando posiblemente a la llamada cultura escrita/impresa unos contornos más amplios, al incluir en ella una mayor variedad de relaciones establecidas con un número creciente y diversificado de soportes o signos de escritura o sea: toda clase de "semioforos" (Pomian, 1997): los libros, los folletos, las publicaciones periódicas, los carteles, los rótulos, las etiquetas, las partituras, las esquelas, etc., pero también las imágenes, los cuadros, los dibujos, las estampas, las fotos, los mapas, etc. (Botrel, 2006).

Tomando en cuenta otras expectativas, saberes y valores que incluso pudieron redundar en “otro canon” literario, menos estético que ético, y recordando que en un mismo momento pudieron —y pueden— coexistir unas formas de cultura, saberes y valores, arcaicas y modernas, distintas en muchos casos de las dominantes pero todas actuales, a veces en  una misma persona.

Con el estudio de un caso “extremo” aunque mayoritario, se abogará, pues, por una especie de Revolución copernicana : por una perspectiva que contemple las lecturas lato sensu —no solo la literatura escrita/impresa­—, en situación,  desde el lector —desde unos lectores históricos—, y no desde nuestra perspectiva de lector universitario propenso a aplicar al objeto histórico una visión anacrónica y unívoca.

Para tal cometido es preciso conocer lo que pudieron ser los supuestos no-lectores o illiterati, sus maneras de leer, los contenidos de sus lecturas pero también sus motivaciones para ser lector y leer, sus saberes y sus valores.

A sabiendas de que lo que hoy puede en cierta medida  ser contestado tras observarlo los sociólogos y antropólogos, cuesta más planteárselo y encontrar respuestas y pruebas fidedignas cuando de unas situaciones históricas se trata.

 

La lectura iletrada. Vale aquí recordar con Viñao (1999, 308, 320, 272-3), la fundamental polisemia y variabilidad de lo que se entiende por el leer y el saber leer: la alfabetización en sus distintas variedades (sagrada, utilitaria, informativa, persuasiva, placentera o de recreo y personal-familiar),  es “un proceso social cuyas motivaciones, impulsos, agentes, evolución y prácticas exceden a la versión escolar de la misma”; “ el  proceso de alfabetización en los siglos XVIII-XIX se caracteriza  por el tránsito no desde el analfabetismo a la alfabetización, sino desde la semialfabetización a la alfabetización” y, por consiguiente, “ la introducción de lo escrito nunca supone el paso de la oralidad a las letras, sino más bien de la oralidad a una combinación de letras y oralidad (oralidad mixta u oralidad secundaria”.

Nos encontramos, pues, con que lo que hoy nos parece la manera de leer más eficaz o sea : la extensiva, rápida, individual y solitaria y casi siempre silenciosa no era en aquel entonces la forma de leer dominante y que es preciso privilegiar una lectura no tipográfica/gráfica y una lectura intensiva, ordenada, colectiva, con una presencia a menudo frontal y autoritaria a través del maestro, del clérigo, del padre o de la madre de familia o de cualquier lector, para una posible mutualización) ;  una lectura sin letras, por consiguiente, visual u oralizada. Otras tantas modalidades de apropiación de la cultura escrita que hay que tener en cuenta en la España del siglo XIX, sobre todo cuando de “no-lectores” se trata.

Es, por ejemplo, la  lectura no tipográfica —el "grado cero de la lectura" (Botrel, 2002a)—, una actividad visual e intelectual porque se aplica a una literatura de la imagen reproductible cuyo protagonismo y pregnancia en los pliegos de cordel se ha destacado, una literatura gráfica —o imaginatura, noción acuñada por Joaquín Díaz en 2011 (Botrel, 2012)—, con unas representaciones meramente icónicas de unos momentos significativos, pero a las que, cada vez más, se les asocia un discurso verbal, hasta convertirse la imagen en mera ilustración de un texto tipográfico. Es una lectura e interpretación de signos icónicos de uso mucho más generalizado y compartido de lo que se supone, ya que no requieren más destrezas que la capacidad de atribuir un sentido por analogía, a partir de la experiencia, aunque pueden dar lugar a efectos estéticos y emocionales parecidos a los producidos por la lectura tipográfica de un texto impreso.

            Se aplica a las viñetas de los pliegos de cordel —caso del joven Ignacio en Paz en la guerra cuando "lee" "los toscos grabados" de los pliegos de cordel para satisfacción de su "fantasía"—, a cualquier estampa o  lámina, a una cubierta de libro, a una postal —suele tratarse de “escrituras expuestas”, o sea: al alcance de todos o casi todos. Con razón observa Jesusa Vega (2013, 374), que durante la Guerra de la Independencia, al considerar los lemas y las cifras  “ viva” , “ FVII”  y “ F7°”  como figuras, “se establecía una conexión directa entre imagen y letra que facilitaba la continuidad con los textos patrióticos donde el nombre del rey figuraba, por lo general, en caja alta o en versales, destacando visualmente del resto del texto”. Y que “de este modo, hasta los analfabetos podían sentirlos más cercanos, en lugar de rechazarlos al no ser capaz de leerlos”. Algo parecido he podido “observar” a propósito de los city texts que en el entorno urbano van proliferando a lo largo del siglo XIX (Botrel, 2015).

Aplicando retrospectivamente lo que los cognitivistas han dejado sentado a propósito de la lectura y de la lectura de la imagen ( “la percepción visual estriba en un saber sobre la realidad visible” (Aumont, 1990) y la descodificación por analogía es inmediata), podemos suponer que a ninguno de los futuros lectores españoles, le faltaría el hemisferio derecho —el de lo no verbal—ni las destrezas asociadas al que progresivamente irían añadiendo las originadas por el hemisferio izquierdo, el de lo verbal.

La lectura de imágenes queda estrechamente asociada con unas modalidades de aprendizaje informales, por impregnación y compañerismo, como propedéutica  para otras habilidades, hasta llegar a la habilidad suprema: la lectura extensiva, silenciosa etc. Queda para mí resumida en una fórmula que se encuentra en los pliegos de aleluyas: “Esto que ves lector”.

En este camino de perfección lectora, el lector iletrado se encuentra con la lectura del lenguaje escripto-visual o sea con «un lenguaje que trasmite a la vez unas informaciones lingüísticas lineares y descifrables en el tiempo» (las «explicaciones», los pareados) y «unas informaciones puramente visuales perceptibles en un espacio preciso de dos dimensiones y estructurables por el que lo mira» (los redolines o las viñetas), «combinadas en un mismo soporte», según definición de Jean Cloutier (apud Blanchard, 1977, 394):  caso de los llamados cartelones con sus 6/8 imágenes explicadas por la vara del lazarillo y la voz del ciego y el romance que recita y de los pliegos de aleluyas, con sus 48 viñetas. En estos, el discurso gráfico viene acompañado por comentarios bajo forma de dísticos muy lacónicos y ramplones y de nula preocupación estética pero de total eficacia al ser, como recuerda Salaün (1985), el verso de romance "la cantidad métrica más automatizada y socializada". Permiten una inmediata oralización y una fácil memorización de la redundante y analógica explicación de la imagen, de la autosuficiente (?) unidad gráfica que es la verdadera unidad de sentido. Y la reproducción mimética de una lectura aprendida y recitada ("Si tenéis buena memoria/Aprended aquesta historia"), como en los niños. 

Se dan, por supuesto, más casos de secuencias de imágenes con "explicación" oral o impresa. También se podría hablar de las series de postales ilustradas estudiadas por Marta Palenque (2011), con la representación fotográfica por Kaulak de una Dolora de Campoamor ("¡ Quién supiera escribir!", por ejemplo), con el placer adicional de acceder a la cultura legítima aunque sólo sea por las apariencias, gracias a la mediación de la imagen, algo para mí y para todos emblemático ya que en el reducido espacio de una o varias tarjetas postales vienen reunidos y como plasmados una poesía para recitada y tal vez memorizada y una imagen explicitadora/comentadora. 

No olvidemos que la forma más "popular" de aprendizaje -el autodidacticismo- estriba en la calidad y capacidad de la memoria, con, a menudo, unas modalidades de apropiación y realización programadas y muy difundidas como las preguntas y respuestas del catecismo impreso pero oralmente inculcado, como en los Coplones de un Frayle español… (Ilust. 1), una performance con actores, en cierta medida.

 

 


 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

            El teatro, de tanto impacto en el consumo cultural compartido y en la incorporación en una cultura nacional, es, en cierta medida, otra modalidad de lectura con la puesta en palabras e imágenes de un texto manuscrito o impreso, incluso en los Autos de Navidad con sus partes manuscritas, los sainetes, los colloquis o los monólogos, con un uso programado para unos espectadores/lectores que por muy analfabetos que sean,   escuchan y ven, un texto por “delegación de la voz”, gracias a la mediación de los actores.

            Podría prolongarse esta reflexión en situaciones de lectura tipográfica mayoritaria, analizando el valor pedagógico del diálogo texto/imagen en los libros como acompañante de la relativa masificación de la lectura, como manera de ritmar el relato, de ayudar con la imagen a la lectura y comprensión del texto tipográfico, pero también tomando en cuenta, en el campo del teatro, las relaciones de comedias y, para el teatro lírico sobre todo, los llamados “argumentos”.

            El lector ve, pero también escucha, algo también ejemplificado en algún pliego de aleluyas por otra fórmula:  "Tal cual escucha entera/la historia de un calavera". Es el lector-oyente.

Al lado de la recitación y/o canto de textos transmitidos y realizados oralmente, fundamentalmente por memorización, métricamente constituidos los más, se dan, en efecto, muchas situaciones de lectura en voz alta: como decía Joaquín Avendaño (Botrel, 1998, 579),  "leer es hablar las palabras escritas" y para sí mismo o para los demás el lector "habla el texto" en voz alta. De ahí que en algunos pliegos de aleluyas se pueda decir: “escucha lector “.

Ateniéndonos a la mediación a cargo de un lector por delegación, más que la figura del pregonero, me parece emblemática —por paradójica— la del ciego a quien se le representa con los impresos en la mano y voceándolos y dando cuenta de ellos —“leyéndolos”, ya que de textos escritos/impresos se trata: cuando de romances "noticieros" y por ende narrativos o de coplas se trata, el anuncio de la noticia con la publicación gritada del título del impreso viene completado por una recitación más o menos salmodiada o cantada a partir de una melodía, con acompañamiento de un instrumento (guitarra, vihuela, violín) que es el verdadero criterio de profesionalismo. En lugares estratégicos como las esquinas de calles, los edificios públicos o las plazas, o sea en los espacios más concurridos y/o acústicamente aptos congrega el ciego a su alrededor a los transeúntes para ofrecerles una verdadera performance repetida en cuantos lugares resulten necesarios para la mejor información y marcha del negocio, o sea: la venta del correspondiente impreso.

Esa delegación de "las palabras y la voz", como la llama A. Manguel, (1998) ha dado lugar a unas situaciones de lectura comunicativa en alta voz, que por ser de gran frecuencia a lo largo del siglo XIX en todos los ámbitos habrían de obligarnos a una revisión de nuestra "lectura" de buena parte de los textos —incluso los más canónicos—, mucho más allá de los textos dramáticos, poéticos o de la llamada literatura oral.

            Como es sabido no faltan referencias a tales experiencias e iniciativas, siendo las más conocidas las lecturas en las manufacturas de cigarros. Contentémonos con dos citas: la del Reglamento del gabinete de lectura pública establecido en el suprimido convento de San Francisco, en 1840, donde se  prevé que en dicho gabinete " no sólo los que saben leer, sino también los que no saben leer puedan leer en la prensa periódica los conocimientos e ilustración que tanto conviene propagar en todas las clases", con "dos reuniones después de haber anochecido los lunes y viernes de cada semana", y en estas sesiones, "al lado de los discursos propios, se leerá de los periódicos ("de buena política") todo lo que se crea útil para los objetos propuestos  ", con una mezcla de actividades oratorias y lectoras, como se ve, el ambiente —y la acústica— de un antiguo convento y unas modalidades de selección de los textos leídos y de los lectores establecidas de antemano; la otra cita es de finales del siglo XIX, cuando J. Domínguez y F. Serrano de la Pedrosa, autores de La lectura como arte (1886), comprueban que "no falta en España gusto de oír leer" y sabemos que dichas prácticas, documentadas a través del recitador andariego de poesía Pío Fernández Muriedas Cueto (Madariaga, 2009), aún existían en los pueblos del Alto Pirineo (Ansó) en los años 1960, según contaba Raquel Asún.

Estas prácticas que cubren el siglo entero sugieren unas estrategias positivas por parte de los actores o de grupos, como las organizaciones obreras, preocupados por el desarrollo de la lectura y de sus prácticas.

            Conste que de esta manera muchos no lectores llegaron, por sustitución, gracias a esa delegación de "las palabras y la voz", a acceder a unos textos para ellos teóricamente inasequibles, en condiciones parecidas a la lectura arquetípica o sea seguida, si bien el lector-oyente queda sometido a otro lector ; que el acceso al texto se hace a través de un discurso verbalizado que ha de competir con posibles ruidos, que requiere la movilización del oído —ser todo oídos— y una notable tensión/atención. La relación con el texto se establece de una manera ordenada, ya que el hecho de leer en alta voz obliga al lector a ser muy escrupuloso, a leer sin saltar frases y que para el lector-oyente es estrictamente cronológica, sin posibilidad de detenerse sobre un detalle, de volver hacia atrás para comprobar el sentido de una palabra o de una frase que ha de ser necesariamente cogido al hilo de la lectura del otro. Se produce pues, como recuerda Manguel (1998), unas transmisión y recepción controladas del sentido, desde una pedagogía de la comprensión, de la "justa recepción", apoyada en su caso por comentarios hechos con la voz o la cara.

            Por supuesto, muchos lectores llegaron cada vez más a la lectura individual  (con las conocidas etapas del deletreo, de la subvocalización, etc.) lo cual permite explicar tal vez que Esteve Menós, maestro alpargatero de Lérida, llegara a adquirir en una almoneda nada menos que un Quijote y un Telémaco de Fénelon (Botargues, 2000).

            Como ejemplificación sintética y alegórica, con un notable trasfondo satírico, de lo que hasta ahora se viene explicando, sirva el romance de cordel del Soldado y la baraja que podría subtitularse “o la lectura fingida" (Ilust. 2)  ya que, en dicho romance, el soldado sorprendido con una baraja entre manos durante la misa dominical y por ello denunciado, hace la demostración manual e intelectual —espiritual— de que al profano juego puede hacer de libro, dar lugar a una manipulación parecida a la del libro devoto (la baraja es un libro abierto del que va repasando las hojas), a unas actividades intelectuales propias de la lectura (“contemplo”, “considero”, “me hace pensar”, etc., dice el soldado) y a una interpretación en un sentido divino (“El uno me dice que hay un solo Dios Criador (sic)”, “En el tres yo considero fe esperanza y caridad”, etc.), con la consiguiente burla final del sargento

 


 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

denunciador, comparado con la sota, y la enhorabuena de la jerarquía militar. Remito a mi estudio al respecto (Botrel, 2009).

Obsérvese que el “cuento” remite a una cultura doblemente compartida la de los naipes y del catecismo y, como casi todas las “lecturas” ha de acompañarse con una performance, manual en este caso.

Conste, pues, que coexistieron una gran variedad de situaciones y prácticas de “lectura” incluso para unos lectores que ni siquiera tenían conciencia de serlo, a base de lenguajes no exclusivamente verbales ni literarios, por supuesto, sino corporales y funcionales, con unas modalidades de realización donde la imagen, la voz, el cuerpo y la memoria —o la copia— tienen un gran protagonismo y una trans- e inter-mediaticidad consustancial vs la segmentación propia de las historias de la literatura. Conste también que leer no era en aquel entonces una actividad ante todo individual sino socializada, que se daba a menudo en unos espacios públicos, siendo la calle un lugar de aprendizaje por impregnación y mutualización a tener en cuenta al lado de una insuficiente escuela.

Veamos, ahora, a qué tipo de lecturas estas distintas maneras de leer pudieron aplicarse por parte de los iletrados

 

2. Lecturas. Si nos atenemos a las lecturas “literarias”, lo mismo que los nuevos lectores cohabitan con antiguos y no-lectores, la puesta a disposición, la masificación de nuevas lecturas no erradican las anteriores formas de producción y consumo de bienes culturales: de ahí que las “lecturas” a las que los iletrados pudieron tener acceso se hallen  lo mismo en las mnemotecas que en las bibliotecas.

Las mnemotecas, o sea : los acervos de todas aquellas formas no virtuales ni muertas sino inmateriales y vivas, ya que pertenecen a una memoria colectiva/compartida servida por múltiples depositarios/propietarios parciales que suelen activarla y realizarla a través de la voz : es la literatura oral o de la voz, sin fronteras muy delimitadas con el llamado folklore, y por supuesto sin necesidad de saber leer y escribir…. Todo lo que entraría en unos hipotéticos o por constituir cancionero y romancero españoles del siglo XIX donde las canciones y los romances tradicionales aparecen mezclados con el último cuplé y los romances de ciego, lo mismo " Blancaflor y Filomena " que "Lux Aeterna/La pobre Adela " (a partir de una poesía azarzuelada de 1889 de Juan Menéndez Pidal ), con una aparente (con)fusión en la memoria de una misma persona.

En estas mnemotecas entra un ingente acervo de "textos", no para leídos sino para dichos o cantados y oídos y sólo « impresos » en la memoria de sus actores (individuos o comunidades) que al hipotético paleontólogo de sus diminutas y dispersas reliquias casi seguro que le saldría un mamut.

             Como muestra, valgan dos ejemplos de cariz satírico que difícilmente entrarán en una antología de la literatura española: Las 299 novias por 5 céntimos  (“Las Anas son holgazanas, las Adelinas ladinas […] /Las Dolores en amores son acaso las mejores/Las Filomenas son buenas, pero al llegar a los treinta engordan como ballenas” etc.) y la jota “Ahora sí” cantada por las Águedas (Rasgos), con sus seis coplas bastante crudas donde estas mujeres casadas se apropian tanto los puntos de vista masculinos como los femeninos: “A tu madre la monto en la tartana a tu padre en el coche y a tí en la cama” “Cuando la zorra sale llena de polvo es señal de que ha dormido con ella el zorro Ahora sí, ahora sí y ahora y siempre ahora sí que me gusta quererte/joderte”.  Unas expresiones que nos hacen caer en la cuenta de que tienen poca cabida en las formas satíricas que llegamos a analizar (las públicas e impresas que por muy excepcionales que sean quedan en el ámbito de la decencia mitigada por la ingeniosidad) y son propias de unos “lectores” que las están oyendo/viendo/leyendo desde un código moral o corporal por cierto bastante distinto, ya que —no lo olvidemos— estos textos dan lugar a unas performances.

Si la mnemoteca desaparece con la persona que la abriga (porque su "existencia" depende de su plasmación a través de una "performancia"), también se va trasmitiendo y sobre todo enriqueciendo con nuevos textos "inmateriales" aprendidos a partir de versiones impresas u oídas, unos impresos que pueden dar lugar a un doble uso, oral y escrito, y conservarse en bibliotecas.

No solo en las inventariadas por Martínez Martín (1991) o en las bibliotecas públicas —siquiera populares—,  de escaso desarrollo, sino también las más elementales: las que caben en un bolsillo (como un pliego doblado), en un estante, o resultan de un trabajo de colección (como las novelas por entregas), o las constituidas por los city texts o sea: todas las imágenes y textos disponibles en la calle y en el espacio público, una verdadera biblioteca callejera.

El análisis de esta desconocida biblioteca del pueblo,  principalmente constituida de no libros, a partir de bienes y formas —unas 40 distintas (cf. Botrel,  2002b)  —que en gran parte preexisten a la segunda revolución del libro pero se va enriqueciendo y diversificando a partir de los años 1840, nos informa sobre los gustos de sus propietarios o usuarios ( “las novelas insulsas” denostadas por el bibliotecario de la biblioteca Arús o los 500 cantares alegres ( Burlas, Desprecios, Desdenes, Baturrada, Disparates) recopilados en el Cancionero popular impreso en Barcelona, por Publicaciones “El Cine”). Nos informa sobre el valor que al impreso “en propiedad” se le otorga por parte de los iletrados (las modalidades de su conservación, las huellas de lectura, las transformaciones aportadas al impreso, etc.)  pero también sobre la representación dominante del “lector” vs la variedad de lectores y lectoras y, por supuesto, sobre una oferta de lectura poco canónica.

            Este conjunto, de crecimiento acelerado a finales del siglo XIX, consta de productos a veces ínfimos, pero casi siempre acompañados por al menos un elemento icónico —conste—, más bien fragmentados, efímeros, de consumo "aislado" y sucesivo (un acto, una hora, un pliego, una entrega, un capítulo, una canción), pero relacionados entre sí en la medida en que las formas editoriales (lato sensu o sea incluyendo las formas orales y/o performanciales) acogen de manera "transgenérica", adaptándolos, unos "textos" o "motivos" del libro más o menos canónico que sufren así varios avatares (del teatro a la novela, de la novela a la historia de cordel, etc.). De consumo y uso local e individual aunque socializado, llega a formar por acumulación, difusión y circulación, gracias a la red cada vez más tupida de unos aparatos comerciales más o menos rudimentarios , una especie de almacén virtual de literatura local y " nacional " en el que cada cual puede in fine llegar a constituirse su biblioteca virtual o material y acceder a la cultura al uso, sin llegar siempre a adoptar las prácticas instrumentales y culturales de referencia dominante, con unos contenidos más o menos específicos (como los de la literatura de la voz).

A muchos de estos impresos se les puede aplicar el marbete literatura de cordel, un género editorial donde caben, como en un batiburrillo,  toda clase de textos pertenecientes, los más,  a los géneros canónicos: una especie de macrogénero literario para satisfacción de toda clase de expectativas y necesidades sociales y/o individuales. En esta literatura “para el pueblo”, “no letrada” o “de analfabetos” el texto impreso corre parejo a una especie de performance; cohabitan dos sistemas no encontrados o excluyentes sino complementarios, entre lo oral y lo escrito: son palabras (habladas) puestas a la venta (de forma impresa). La literatura de cordel es una literatura callejera, asequible para los que no saben leer pero sí escuchar, y capaces de memorizarlo, y cada vez más de leerlo para memorizarlo. El género de cordel está inmerso en dos mundos : el de la cultura escrita e impresa con referencia al libro y a la imagen y el de la cultura oral y folklórica. Como dice Luis Díaz Viana (1987), la llamada literatura de cordel es el “territorio de lo mixto, el país de todas las impurezas”, “mezcla tradiciones distintas, cosmovisiones a veces encontradas, sin pararse en fronteras, ni en ámbitos rurales o urbanos, sin sujetarse a normas cerradas, al margen muchas veces de lo establecido por las élites dominantes, más allá del gusto imperante de las corrientes estilísticas y las cronologías más convencionales del arte. Es un baúl profundo que se caracteriza por no ser exclusivo, por sumar y no restar, por mezclar y no separar, por juntar y no dividir”.

            Este sería el acervo de textos con el que los iletrados tuvieron mayor contacto  y a los que paulatinamente y según modalidades sui generis —por muy  “imperfectas”, fragmentarias  etc. que fueran— accedieron, en una coyuntura en la que la invasión y progresiva saturación del espacio público por una producción impresa masificada, y la generalización del medio escrito/impreso a la vida oficial, comercial, social, y la diversificación de los productos resultantes no sustituye a las formas de comunicación existentes, pero sí las modifica, con para el no lector, la obligación creciente de enterarse de lo públicamente escrito y ofrecido, so pena de una marginación creciente, con una especie de implicación volens nolens.

            En cuanto a las prácticas de lectura reales o efectivas, a falta de egodocumentos o de fuentes seguras como para la lectura obrera (Monguió, 1975;  Mato Díaz, 1991, 2004) hemos de atenernos a los testimonios disponibles o a representaciones gráficas (Botrel, 2017 ) que, a pesar de su visión costumbrista o meliorativa, sirven al menos para darnos una idea de la diversidad de las situaciones y entornos de lectura y de las lecturas… Y conste que existieron  unas verdaderas estrategias lectoras por parte de los lectores iletrados (Botrel, 2015)

 

3. Saberes y valores. Falta preguntarse con qué saberes y desde qué sistema de valores aquellos “lectores” iletrados hicieron aquellas “lecturas”.

Porque por muy analfabetos e iletrados que fueran, disponían de un saber lectorial, a base de experiencias visuales (fundamentales para la correcta interpretación de la caricaturas, por ejemplo) y demás (para captar la ironía, la parodia), del que a menudo nosotros carecemos, sobre todo a la hora de interpretar lo que movía a risa o era base compartida para la expresión de una intención satírica. 

            Se puede comprobar, por ejemplo en el pliego de aleluyas titulado Vida de don Espadón (Ilust. 3).
























El título puede leerse y entenderse por una lectura analógica de la palabra oída y vista gracias a la asociación con la representación exagerada y repetitiva hasta tornarse epónima, de un espadón o sable.

Pero para quien lo haya leído durante el Sexenio no se le habrá escapado que del Espadón de Loja se trata, mote o apodo de Ramón Narváez (1800-1868) que, además de gozar de una merecida fama de mano dura en la represión de las sublevaciones populares (se jactaba de no tener enemigos ya que a todos los había matado), arrastraba su sable por el suelo y disimulaba su calvicie con un peluquín, unos “saberes” compartidos —el consaber o el repertorio, según Wolfgang Iser—gracias a una circulación de rumores y representaciones que había que analizar. De la misma manera lo que hoy puede antojársenos elíptico y casi enigmático (viñeta 12: “Lució su espadón atroz/en la gran farsa de Ardoz” o viñeta 14: “Luego ensangrienta sin cuento/Sevilla en un momento”) pudo funcionar de manera directa espontánea para los que se acordaban de su victoria de Torrejón de Ardoz sobre Espartero el 23 de junio de 1843 o de la represión del movimiento de sublevación popular acaecido en Sevilla en 1838 dirigido por González de Córdova contra el gobierno del duque de Frías (las ranas serán las del Guadalquivir ).

            Unos saberes de distintos rangos ya que pueden remitir al ámbito local (don Lino, Rivero), nacional (Fernando VII, Calderón etc.) pero también internacional (Napoleón) o a lo que es la oratoria política, por ejemplo.

            Pero conste que también vale una hipolectura: la nuestra o la de la mayor parte de los lectores de hoy, por muy letrados que sean.

            Se podrían multiplicar los ejemplos.

En cuanto al sistema de valores, en el que nos falta saber qué valor social y personal tendría el saber leer y escribir entre los iletrados a la hora de declararlo para el censo de población (casi seguramente la conciencia de que existían formas “superiores” de lectura), algo sabemos a través de distintos testimonios de contemporáneos y de los propios “lectores”, a propósito por ejemplo de sus gustos.

Y también por deducción como a través del estudio de la brega existente en la leyenda de los Amantes de Teruel a propósito del beso post mortem dado en la boca por Isabel a Marcilla, eliminado por Hartzenbusch y mantenido, cueste lo que cueste, en la tradición, o de las versiones iconoclastas de la parodia o la subversión, como el refrán “Los amantes de Teruel, tonto ella y tonto él”, con la afirmación de un vitalismo impropio del drama romántico (Botrel, 2000).

         Como decía el propio Hartzenbusch, el pueblo tiene un gusto histórico propio, muy distinto del de los historiógrafos ». y conviene plantearse la manera de dar un estatuto legítimo, no solo a la literatura del Infierno de las bibliotecas (Guereña, 2011) sino más sencillamente a la literatura donde queda expresada la vida tal como es y que impregna la lírica tradicional de un erotismo más o menos sublimado con sus alegorías, sus agudezas y conceptismos o eufemismos o sus formulaciones directas o brutales como, por ejemplo, "Aunque no soy segador/morena, me atrevería/a segarte la cebada/que entre las piernas tenías" (apud Díaz, 2000, 187) o un anticlericalismo virulento pero ocultado, porque se censuró en una literatura que no llegó a existir como tal y sin embargo tuvo sus creadores y adeptos.  

De la misma manera, lo novedoso —el descubrir algo novedoso— no está en el horizonte de expectativa, no es algo muy apetecido por los lectores o las lectoras no letrados que al contrario tienen en mucho la repetición de los mismos temas y argumentos, lo que Anne-Marie Thiesse (2000) llamó « ressassement ».

            Y conste que no basta con fiarse de algún testimonio, por muy auténtico que sea, como esta apreciación sobre la lectura de La Bruja blanca de Julio Ascano (publicado "con licencia eclesiástica" en la Biblioteca de El Eco de la cruz de Zaragoza) hecha en 1923 por una tal Enriqueta a las obreras de un taller (se conoce que en una perspectiva “militante”, para contrarrestar la influencia de las malas novelas): "las obreras recibieron bien la lectura y les pareció breve el tiempo" y la dueña del taller “se lo agradeció”.

            En cambio, nos interesará el que en el carnaval santanderino las autoridades religiosas denuncien los “elementos bulliciosos y masónico-juerguistas” (Montesino, 1986, 70) y también comprobar que la cultura de las Aguedas, antes aludidas, supo salvar la represión religiosa y política como hemos visto y debiéramos poder escuchar.

Son saberes y valores compartidos o propios de los “iletrados” que determinan su comprensión e interpretación de las “lecturas” desde unas prácticas y unas expectativas propias, harto distintas de las “académicas”.

Huelga insistir sobre la pregnancia y protagonismo de los elementos corporales (no verbales) y textuales, sexual o políticamente no correctos, no tenidos en cuenta (cf. Botrel, 2008) o casi siempre censurados a la hora de recogerlos por escrito, incluso cuando forman parte de la cultura compartida como es el carnaval. Corroboran lo que nos enseñan (incluso históricamente hablando) las observaciones de unos sociólogos de la cultura popular como Richard Hoggart (1957) o Bernard Lahire (1993), sobre las dimensiones sociales y vitales de la apropiación o no apropiación de los bienes culturales.  Queda así documentada la relevancia de lo « ético-práctico » y pragmático en las prácticas lectoras de los hombres y mujeres de las capas populares, el anclaje de los textos en otra realidad que la realidad textual, esto es, en la construcción del sentido, con una lectura relativamente disociada de las referencias literarias adquiridas pero no de unos esquemas ético-prácticos de experiencias vividas, con unas historias « verdaderas », reales o escritas como si así lo fueran, con unas lecturas que implican al lector o a la lectora en unas actitudes de participación, de identificación admirativa o al contrario de repulsión, con una función catártica por parte de los personajes, etc. ; en una palabra, desde una estética indisociable de una ética, presentes en la misma finalidad de la lectura.

         Es preciso, pues, partir de las expectativas y de los criterios propios del pueblo, por  muy iletrado que sea. En cualquier caso, tener en cuenta para cualquier texto de la perspectiva propia (saberes y valores) del que lo está usando. No se me oculta que para el « historiador histórico » (Botrel, 1991) de la literatura, cualquier extrapolación retrospectiva puede resultar dudosa o peligrosa y no disponemos de muchos datos científicos sobre las prácticas culturales en España antes del siglo XX. Pero creo que con la voluntad de interpretar a través de esa arqueología de las prácticas todos los indicios presentes en las mnemotecas, bibliotecas e iconotecas del pueblo iletrado o no y en los posibles testimonios « ordinarios » de representantes de dicho pueblo, podríamos encontrar, más allá de la diversidad de las funciones esperadas de la literatura o de sus asignaciones sociales, muchos textos que respondan a este tipo de expectativas o criterios, inclusive y sobre todo en los más reprimidos por el canon, pero también otros usos de la literatura canónica, conste.

 

Sirvan estas rápidas y parciales reflexiones para algunas propuestas a tener en cuenta :

1. La generalización en España, como en otros países, de una oferta diversificada y cada vez más masiva, por acumulación (que no por sustitución) de impresos de toda clase (¡no solo de libros!), crea una tendencia que implica un número creciente de actores más o menos preparados y "activos", por impregnación y participación, con unas modalidades de aprendizaje informales las más, caso de los iletrados, futuros “nuevos lectores”.  

2. Todos aquellos illiterati que oficialmente permanecen al margen de la literatura "canónica" tienen sus propios medios para acceder a una forma de expresión y de consumo cultural: desde la literatura oral hasta la multiplicación de las formas breves y del consumo fragmentado de textos impresos más largos, a menudo con ilustraciones, que parecen ser una vía de acceso a la lectura extensiva: las novelas por entregas, los fascículos de la "Biblioteca popular ilustrada" publicada por Julio Nombela, pero también los cuentos en la prensa y los folletines de los diarios, por supuesto, que corresponden en el campo de lo impreso al apabullante consumo de teatro por horas y de las flamantes sesiones de cine en el campo de lo audiovisual. Obviamente son múltiples las vías de acceso e incorporación al mundo de lo escrito (y de la « literatura »).

3. Tal tendencia no ha de interpretarse como una arrolladora superación de las formas de cultura « tradicionales » orales por las nuevas o superiores etc., algo desmentido por una mínima « observación » de lo que pasó durante el paulatino proceso de aculturación por la alfabetización pero también por lo que se puede observar hoy en la « era » de la cultura digital con el uso y abuso más o menos discriminado, según criterios bastante distintos de los académicos al uso, de un acervo de textos e imágenes y palabras cantadas o no, desde unas expectativas también bastante distintas de las pretendidas y admitidas por el cuerpo social dominante, algo más compartido de lo que se quiere creer. O sea : esto no mata aquello.

4. El fenómeno se da con una notable (para los adictos  a la clasificación y categorización) ausencia de fronteras entre formas, textos y bienes, transgenéricos de hecho, unas modalidades de realización de los textos entre variopintas y específicas en unas circunstancias más frecuentemente socializadas que secreta y egoistamente individuales, y unas preocupaciones o expectativas  de orden más ético que las más estéticas supuestas porque impuestas por la doxa dominante, etc.

5. No conviene pensar, desde luego, que tal acervo de literatura calificada de « popular » puede servir tal cual para acceder al « sentir popular » o a la mentalidad de las « clases bajas ». En efecto, no bastan unos indicios o características destacadas desde nuestra condición/posición entre legitimista y miserabilista de universitario/académico y unos supuestos demasiados mecánicos : una lectura y unos usos programados (sugeridos, permitidos, deducidos) y supuestamente  acatados por los lectores, ya que una cultura (una literatura, unas lecturas) no queda configurada por  una acumulación de textos cuya producción se hace desde unas instancias no siempre populares y, de cualquier forma, bajo control, sino « por la relación entre unos textos (o unos objetos y símbolos) y unos códigos en un devenir histórico » (Pozuelo, Aradra, 2000, 86), con todas sus eventuales distorsiones y contradicciones, reveladas por la antropología histórica. Por eso,  la literatura canónica ha de servir también como revelador de todo lo que —más original de lo que parece— ha quedado fuera o que por motivos no solo estéticos quedó excluido. De ahí esta invitación a tener en cuenta otras formas de leer y de ver, de escuchar y de sentir, por muy ilegítimas que nos parezcan, que son las propias del pueblo analfabeto o recién alfabetizado o duraderamente alfabetizado, a la hora de utilizar unos bienes impuestos por el orden social o económico dominante, de dotarse con unos bienes fundamentalmente propios sino de una producción de consumo distinta de la legítima, como escribe Michel de Certeau (1987).

            Más allá de todo lo dogmático y totalitario que conlleva el canon académico, es preciso, pues, procurar dar una legitimidad intelectual a una ilegitimidad de hecho, intentando situarse desde otro punto de vista: el punto de vista del “lector” histórico, de los distintos “lectores” (ya que leer y lector ni ahora y menos históricamente son nociones unívocas), intentando tomar en cuenta las expectativas y las prácticas reveladas por las modalidades de apropiación o de no apropiación, hasta llegar a un cuasi canon (no el “otro canon”), un canon con "refrendo" del pueblo, aunque no sepa firmar (Botrel, 2002c).

            Así es como podrán llegar tal vez los historiadores de la cultura (y de la literatura) a ofrecer otra visión de la muy analfabeta y al mismo tiempo muy cultivada España del siglo XIX y dar por legítimas y relevantes, históricamente hablando, la literatura y las lecturas de los iletrados.

 

                                              

 

 

Obras citadas :

 

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