Los hispanistas vistos por sí mismos y por el mundo hispánico[1].

 

 

 “Para trazar fielmente [un] tipo [...], se necesita no solo habilidad, sino cierto descaro [...], tener un verdadero conocimiento del carácter del tipo a quien se retrata con la pluma [....], tener este mismo conocimiento de sus costumbres, trajes, ocupaciones, etc., etc. [...]

     Debe uno andar con mucho tiento, pues a los individuos a quienes toca alguna parte, suelen llegarles estas descripciones a lo más vivo del corazón y del amor propio”.

                                           

    Luis Loma y Corradi, “El Aprendiz de literato”, en: Los españoles pintados por sí mismos, Madrid, I. Boix editor, 1843 p. 413-414).

 

 

Los hispanistas vistos por sí mismos. Vano sería pretender hacer, al estilo de las fisiologías del siglo XIX, una caracterización externa, una tipificación del hispanista y de la hispanista ya que ahora esta predomina en una especie que no aparece oficialmente (aunque sobre esto hay opiniones) antes de finales del siglo XIX. Exteriormente no suele distinguirse de las demás universitarias/de los demás universitarios: no se le nota, salvo excepción, nada de “españolado” que, según el Diccionario de Autoridades era el “extranjero que usa de las costumbres, lengua, trage y demás usos de España, y su genio es parecido al de los españoles”. Tiene un aspecto normal, el de un académico, por ende más bien adusto y serio, aunque, al menos entre varones, se puede notar que a menudo se dan unos apretados abrazos. Sí se puede observar que abundan los/las hispanistas “de otras lenguas y orígenes” como decía Rafael Lapesa, al lado de hispanistas españoles e hispanoamericanos, pero en ellos/ellas todo es interior, todo lo que suele asociar con el sufijo –ista o sea: un especialista de lo hispano, que lo “profesa” en el sentido de ejercer una ciencia o un oficio, de enseñar, de ejercer una cosa con inclinación voluntaria y continuación en ella, y también de sentir algún afecto, inclinación o interés y perseverar voluntariamente en ella. Y a veces ser defensor, promotor e incluso entusiasta de su elección. Lo único que le falta a esta profesión tal vez sea el aspecto religioso, porque el hispanismo no es una orden, prevalece el pluralismo en la organización y las opciones.

         Caracteriza al hispanista su interés casi siempre electivo por una lengua y una cultura más o menos lejana y ajena, porque se complica la cosa cuando el hispanista que profesa o ejerce en el extranjero, por su origen,  tiene vínculos con un país hispano por nacimiento o familia. Pero —conste— un hispanista español puede ser especialista de la cultura hondureña (¿o es americanista?) y una argentina de la cultura clásica española, etc.

         Lo que une y unifica a los hispanistas es la lengua española, una lengua seductora de muchos hispanistas del Norte. Es nuestra lingua franca, la que nos permite comunicar los hispanohablantes y los hispanopracticantes, como llama Lopez García a aquellos que la hemos aprendido como lengua extranjera y la hemos hecho nuestra, sin pretensión a que no tenga secretos, porque, como observaba Altamira en 1898, “la erudición y el manejo del lenguaje que dan los libros dista mucho de aquella adivinación especial que caracteriza al locutor indígena”. Con todas las modalidades y variedades en los acentos o dejes (el español de Valladoliz o de Antofagasta o el balanceo de hamaca de don Frutos, el americano de La Regenta) e incluso la incapacidad de pronunciar la r vibrante simple y sobre todo doble, mofada en los cómics cuando de chinos se trata pero cultivada en el caso del gran escritor cubano de origen bretón, Alejo Carpentier. Tal vez seamos más conservadores en la enseñanza y manejo de la lengua española, con una propensión a la hipercorrección o al contrario menos conscientes de la contaminación por la lengua del país en que ejercemos, caso de los hispanistas de origen español o hispanoamericano ubicados en Estados Unidos o Gran Bretaña, por ejemplo. Seguro que a este hispanista siempre se le nota algún deje francés y que en algún momento de este texto se colará alguna incongruencia léxica o sintáctica.

         Pero para ser hispanista no basta con hablar español, es preciso saber de lo hispano, de todo lo hispano, haberlo estudiado y cultivado, como totalidad o limitándose a una de sus parcelas, pero calando hondo, desde tradiciones científicas dispares, en un campo más o menos amplio, y siempre con pretensión a ser un especialista, un experto, para poder enseñar, trasmitir, contagiar, y producir conocimientos. Porque el hispanista es un estudioso y la producción científica del hispanismo internacional desde hace casi siglo y medio es realmente ingente. Esperemos que pronto la base de datos del Observatorio Permanente del Hispanismo (OPH) permita a cada uno hacerse una idea de todas las tesis, monografías, contribuciones, revistas, etc. publicadas desde los orígenes del hispanismo y dar acceso a ellas. En esta base de datos podrán registrarse, por ejemplo, las 1.252 tesis sobre temas hispánicos leídas en Francia hasta 1970  (400 y pico entre 1985 y 2018). Algunos estudios de hispanistas extranjeros sobre España traducidos al español se han vuelto verdaderos clásicos, como los de Hugh Thomas, Pierre Vilar, Marcel Bataillon, Ian Gibson, por ejemplo.

         El hispanista “extranjero” suele ser un mirón inteligente y curioso, o sea: con deseo de saber y averiguar alguna cosa y no de inquirir lo que no debiera importarle a uno. Curioso e interesado, quiero decir que la mirada que echa sobre el objeto ajeno pretende observar, como lo hacían los viajeros de marras que también podían ser espías y hacer un trabajo de “inteligencia”, pero siempre procura entender para luego poder explicar lo observado a sus propios conciudadanos, hacer de intermediario (incluso por la traducción, por supuesto), y, a menudo también,  ¿cómo no?, apropiarse de algo que sea de su interés. Luego veremos que su mirada puede percibirse como indiscreta y hasta molesta. Observemos que en muchos países –caso de Inglaterra, Francia e Italia–, lo que después se llamaría hispanismo nació con la enseñanza de la lengua con finalidades económicas o geo-políticas, al margen de un interés meramente intelectual o sentimental ; algo que aún se puede notar en los hispanismos emergentes.

Esta mirada del hispanista también es distante: para constituir a España y a lo hispánico en objeto científico, hubo que aprender, desde los distintos hispanismos, a distanciar una mirada, histórica y naturalmente ya distante de por sí, a pesar de la vecindad, caso de Francia y Portugal con respecto a España, por ejemplo. Para poder calar en la esencia de la lengua, la literatura y la historia y ofrecer algo de provecho a los miembros de las distintas comunidades nacionales, pero también a los españoles y los hispanoamericanos que llegasen a oír y a leer a los hispanistas «extranjeros». Para construir una ciencia de ambiguo estatuto epistemológico, pero ciencia, al fin y al cabo, que pudiera servir de referencia y base para la formación de unos profesionales de lo hispánico. Esta mirada distante tendrá por consecuencia que al objeto de estudio se le procure quitar, en la medida de lo posible, la dimensión nacional tácita que en algunos casos puede conllevar: que se hable de literatura o historia española o catalana o nicaragüense —la de todos los hispanistas— y no de nuestra literatura o de nuestra historia —la de los hispanistas españoles, catalanes o nicaragüenses; que el nosotros utilizado sea un nosotros incluyente, no excluyente. Y que se pueda opinar sobre cualquier tema, por muy peliagudo que resulte para los directamente implicados, con cierta distancia y serenidad.

         Luego veremos que la distancia no siempre se mantiene (“A veces me cuesta descubrir que no soy español”, dije yo alguna vez) y que, por el diálogo y las virtudes de las miradas cruzadas, se acercan y contaminan —¿tienden a uniformizarse? —los puntos de vista, caso del hispanismo europeo.

Lo cierto es que como partícipes de la difusión de la imagen de España y de Hispanoamérica en el mundo, los hispanistas de cada nación son productores de unas imágenes específicas que remiten tanto a la historia del país mirante como a la del país mirado. Así las cosas, el hispanista, al contribuir a la formación de la opinión de sus conciudadanos, pudo ser un «desfacedor de estereotipos» o al menos contribuir a que evolucionaran las representaciones de lo hispánico, que se volvieran más exactas.

          Y ¿por qué se es hispanista? preguntará algún lector.  Por supuesto, nadie nace hispanista: uno/una se hace hispanista. Pero siempre hay alguna explicación o motivación. No creo que todos los hispanistas hayan contestado a esta pregunta, pero muchos nos lo hemos pensado y tenemos respuestas muy variopintas sobre una presunta vocación. Pero pensemos también en los hispanistas malgré eux, los que tuvieron que exiliarse y aprender ­—difícilmente—a distanciar la mirada, caso de Jorge Guillén cuando en 1949 escribe: “Ay si España no fuese más que un problema y uno no fuese más que un hispanófilo o hispanista o simplemente un “intelectual”, o de Antonio Otero Seco (1905-1970) o Manuel Tuñón de Lara (1915-1997), mis admirados maestros.

         Contentémonos, por ahora, con referirnos a las respuestas dadas a la pregunta ¿Por qué es usted hispanista? grabadas con motivo del Homenaje al hispanismo internacional, celebrado en Madrid, en septiembre de 2017, de las que voy a hacer como una síntesis.

         En el que uno/una sea hispanista pudo incidir la historia familiar (tener un abuelo sefardí, ser hijo o nieto de emigrados o exiliados españoles; véase, por ejemplo, El hispanismo francés de raíz española), una especie de determinismo. Pero lo que predomina parece ser el azar del encuentro, el flechazo, ese descubrir un mundo desconocido y enamorarse de él, apasionarse, sin conocimiento directo, a menudo, por el poder de las imágenes o de las representaciones, pero también de  la lengua (“más abierta como lengua que el francés que es más rígido”, dice una hispanista belga; la « lengua de la raza cósmica”, afirma una hispanista africana), la variedad o riqueza de su  literatura (la del Siglo de Oro, sobre todo) o de su historia. O la influencia de un maestro “seductor” y para los no hispanohablantes de nacimiento cierto exotismo, en el caso de la Europa del Norte, no digamos en Asia, África u Oceanía. En todos los casos, para los que no tenemos un capital cultural heredado, se dio la necesidad de construirse como hispanista (mediante una titulación, una profesión, y con la investigación) y conquistar una posición legítima.

         Pero lo que sin duda predomina es el amor (“amo su literatura”, declara una hispanista), un amor que puede llegar a pasión y fascinación y también, más latente, una visión del hispanismo como humanismo.

         Sin embargo, parafraseando a Larra, se puede decir que ser hispanista no es ninguna ganga. Dentro del sistema docente y el mundo académico, en su ranking, los especialistas de las lenguas no clásicas y sobre todo los de las lenguas “meridionales” a las que se les prestaba un valor inferior a las lenguas nórdicas (por ser una lengua “fácil”, “incitación a la pereza”, etc.), no han merecido mucha consideración: los de español menos que los de italiano.

         Los profesores y los hispanistas han bregado para que se les reconociera un estatuto académico y que se les identificara como tal (caso de los hispanistas alemanes ex-romanistas) y en algunos países es/ aún se trata de un objetivo por alcanzar.

         Pero, gracias a las evoluciones habidas en el mundo hispano y en sus representaciones, con su afirmación en el panorama mundial, la situación ha mejorado indudablemente, aunque al hispanismo le cuesta todavía afirmarse como disciplina y sigue sufriendo de su dependencia o inferioridad con respecto a las disciplinas dominantes en el establishment universitario (los estudios literarios e históricos, por ejemplo) o a las corrientes más o menos innovadoras que marcan la pauta intelectual, como el tema del canon, del género, de lo marginal.

Se nota, por ejemplo, en los Estados Unidos de América, donde, según escribía Gonzalo Navajas en 2002, el impacto del hispanismo « rara vez alcanza el espacio público y queda limitado a la apacibilidad del ámbito académico ». A una explicación histórica ("el hispanismo ha sido una fuerza de proyección de una cultura que a diferencia de otras opciones culturales [...] se ha visto obligada a abrirse un espacio entre otras opciones mayoritarias y prevalecientes"), añade el ensayista  un rasgo más idiosincrático del hispanismo tendente a la «  preservación del statu quo cultural, de oposición al cambio y de identificación de la cultura en español con un pasado áureo más que con un futuro renovador », con una consiguiente  "insularidad de la cultura crítica hispánica" y una "aparente incapacidad para integrarse de manera creativa y no ancilar dentro de las corrientes determinantes del discurso crítico internacional", y llega a propugnar : "en lugar de la tradición y la insularidad, la inclusión de lo nuevo y diferente".

Se ha llegado a cuestionar, por anticuada, la propia noción de hispanismo (también, al estilo alemán, se habla de hispanística), en pro de “estudios hispánicos”, e incluso “ibéricos”, y es verdad que la conciencia de ser hispanista (con todos los valores, pero también la responsabilidad asociados) no es muy evidente, en el sentido de que hay pocas expresiones epistemológicas al respecto, y hasta ahora se han dado más bien dentro del ámbito gremial. Algo que también es de esperar que vaya cambiando, con el foro del Observatorio Permanente del Hispanismo (OPH). 

         Este el el tipo del/de la hispanista rápida y subjetivamente esbozado. Si quieren los lectores contrastarlo con hispanistas de carne y hueso que fueron o son todavía, en el Boletín de la Asociación Internacional de Hispanistas, en el de la Fundación Federico García Lorca (2005), en el portal “Figuras del hispanismo” de la Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes o en los libros de Ricardo García Cárcel (2009), Joaquín Álvarez Barrientos (2011) o Anna Caballé (2015), por ejemplo, encontrarán unas semblanzas de hispanistas históricos o actuales.

 

2. El hispanista visto por el mundo hispano. Conviene ahora contrastar esta visión de los hispanistas por sí mismos con la del mundo hispano, no por cualquier preocupación de equilibrio o diplomacia, sino sencillamente porque el hispanismo no se puede entender sin tener en cuenta el mundo mirado por los hispanistas. El hispanismo se ha ido constituyendo —si no instituyendo— en estrecha relación con el mundo hispano y, como apuntaba Américo Castro en 1929, “al cambiar el mundo hispano, cambió la mirada que sobre él echaban los hispanistas”, al hilo de las evoluciones habidas y también de las políticas culturales llevadas a cabo.

         Hagamos un rápido repaso a casi siglo y medio de relaciones mutuas, partiendo de la figura trascendental de Marcelino Menéndez Pelayo, referencia para un hispanismo científico incipiente. Fue el “Papa de la crítica”, cuando Santander o Madrid —donde él estuviera— eran una especie de Roma o Santa Sede y su biblioteca una Capilla Sixtina para peregrinos filólogos hispanizantes que acudían a besar el anillo de su saber. Lo cierto es que a pesar de las muchas diferencias ideológicas, manifestadas, por ejemplo, a propósito de su amigo y alter ego francés Alfred Morel-Fatio (el “doctísimo”, “gran”, “ilustre”, “insigne” hispanista), del que dice que « tiene la desgracia de ser ateo y positivista furibundo como muchos franceses », alrededor de Menéndez Pelayo se constituyó  como  una hermandad de eruditos hispanizantes, adeptos de un hispanismo de templa serena como luego diría Menéndez Pidal, prefiguración de un hispanismo europeo e internacional.

         Es una época, en que en Francia la lengua española estaba aún clasificada en la despreciable categoría de lenguas “meridionales” y en que el fundador de la primera cátedra de español en Francia, Ernest Mérimée, pensaba (en 1891) que “sería un buen papel para Francia hacerse la institutriz y como la hermana mayor de España ya que no hay que renunciar a la clientela científica y literaria de España no menos importante que su clientela comercial e industrial”.

         Se entiende, pues, que esta mirada del otro, no solo indiscreta sino interesada, haya podido molestar.  A Miguel de Unamuno, por ejemplo, quien en 1913 afirma que “de cada diez hispanistas o hispanólogos –me gusta más esta segunda palabra, porque es, como los más de ellos, más ridícula– que vienen a estudiar nuestras cosas, los nueve por lo menos vienen a ver en qué sufrimos la influencia de los ingenios de su país. Y si el hispanólogo lo es profesional, de agregación, y erudito, hay que echarse a temblar”.

         En 1898, en circunstancias difíciles para España, Rafael Altamira, ya reprochara a la mayor parte de los hispanólogos («gentes que saben o presumen saber de España, pero que no solo no la aman, ni aun sienten por ella benevolencia y simpatía”) su ausencia de hispanofilia y lamentaba que siguieran viniendo “a estudiarnos gentes que no hablan y apenas entienden nuestra lengua”. Algo que todavía se nota en el artículo que la Enciclopedia Espasa Calpe le dedica a la voz hispanismo en 1925 , dándola como equivalente de hispanofilia, aunque en esta se destaca, como matiz, « cierto afecto o cariño por la literatura, historia e instituciones culturales de España y en este sentido se ha de aplicar esencialmente a Estados Unidos y a Alemania ».

         En 1914, la Real Academia Española definirá, por primera vez, al hispanista como “persona versada en la lengua y cultura españolas” y ya existían, desde/en España, iniciativas de apoyo al hispanismo, con la creación en 1913 de un Centro de Estudios franco-hispánicos prefiguración Instituto de Estudios Hispánicos en París, por ejemplo,

         Después de la Primera Guerra mundial, se encuentran expresiones ya totalmente positivas sobre el hispanismo y los hispanistas; en Andrenio, por ejemplo, quien en 1926 ve en el hispanista o hispanófilo, un “humanista moderno dedicado al estudio de las humanidades españolas” o en Miguel Artigas (director de la Biblioteca Menéndez Pelayo y futuro director de la Biblioteca Nacional) en 1927 cuando desea que “la ciencia alemana aplique a los productos de la cultura española sus métodos y laboriosidad, que los hombres científicos, los historiadores de la historia política, literaria y artística, vuelvan los ojos hacia España”, afirmando que “el verdadero nacionalismo nuestro debe consistir en dos cosas : en aprovechar cuanto sea posible lo que las otras naciones han creado, pero a la vez en hacer correr por el mundo los valores españoles”.

En 1920, Menéndez Pidal, en una conferencia en el centro de Estudios Históricos, sobre el Hispanismo en Alemania, los Estados Unidos, Inglaterra, Francia e Italia en sus tres aspectos, literario, lingüístico y utilitario, había justificado el interés de esa mirada globalizante y original propia del hispanismo o de los hispanismos, a la que cada país partícipe contribuye con sus distintas tradiciones científicas.

         Por aquellos años ha surgido en España otra concepción del hispanismo, como proyecto ideológico y voluntad de proyección propios de España, asociándolo o asimilándolo con el nacionalismo. Una corriente que pretendía hacer resurgir un imperio espiritual común, y cuya finalidad fuera continuar la obra de una Hispanidad que será muy cultivada bajo el franquismo, con varios intentos de instrumentalizar a los hispanistas y al hispanismo : con la Revista Internacional de Hispanismo, el Consejo de la Hispanidad, la Asociación del Hispanismo Internacional con su revista Clavileño, el proyecto de Centro de cooperación hispanista de la Fundación Universitaria Española. Y bastante recelo hacia algunos hispanistas, franceses sobre todo, cuyo “imperialismo inconsciente” y del “deseo de propaganda” denunció en 1947 desde el CSIC y Arbor, un tal Juan Roger, francés refugiado en España, o más tarde en 1959, cuando el consejero cultural de la Embajada de España en Francia se preocupa por « encauzar por vías auténticas este hispanismo francés tan abundante, tan valioso (…) pero tan propenso a la caricatura, a adaptarnos a sus “clichés” y a confundir apariencias con esencias”.

         En 1956, a la definición de hispanista de 1914, el Diccionario de la Real Academia Española ha añadido: ”se da comúnmente este nombre a los que no son españoles”. En 1970, le definirá como aficionado "al estudio de la lengua y literatura españolas y de las cosas de España” y en 1984 como “la persona que profesa el estudio de las lenguas, literaturas o cultura hispánicas o está versado en él”. Huelga insistir.

          Hoy el sentido de hispanismo no deja lugar a dudas, pero conviene recordar las consecuencias del lastre de muchos años de afirmación de una hispanidad  —una comunidad imaginada— en la que se ortogaba a la antigua metrópoli un puesto al menos de primogenitura cuando no de ascendente bajo la muy extendida expresión de Madre Patria », como escribió Sepúlveda Muñoz, sobre la muy limitada incorporación de los hispano-americanos en el hispanismo,  por su escasa conciencia de ser hispanistas y una tendencia a la autoexclusión, menos en Argentina y tal vez en México, cuando de estudios relacionados con la cultura hispánica clásica se trata.

¿Qué duda cabe, que a partir de 1978 y más aún de 1986, cuando España dejó de autoproclamarse diferente para inscribirse en el tiempo y espacios europeos, al cambiar España cambió la mirada y hasta la razón de ser de los hispanistas dedicados a la Península? Las políticas culturales llevadas a cabo hacia fuera hicieron que el 23F perteneciera definitivamente al pasado y que la imagen de España apareciera con nuevo signo. El auge de la investigación en las universidades creó unos nuevos equilibrios para unos diálogos cada vez más apaciguados y el hispanismo de sustitución se volvió un hispanismo de cooperación en el que España ya daba la pauta, pero científica. Lo mismo, mutatis mutandis, se podría decir, en cierta medida, a propósito de Hispanoamérica.

         Emblemática de esta nueva concepción del hispanismo me parece ser, desde 1989, la Fundación Duques de Soria y sus acciones de apoyo al hispanismo internacional, con un respeto absoluto por su independencia.

         Desde aquel entonces no han faltado expresiones en España —no sé si en Hispanoamérica— sobre el hispanismo que en el futuro Observatorio Permanente del Hispanismo seguro se recogerán y ya se han tenido en cuenta con motivo del Homenaje al hispanismo internacional celebrado en Madrid en septiembre de 2018: permiten dar una visión actual de la imagen de los hispanistas en España e Hispanoamérica.

         En la armoniosa sinfonía de las voces españolas e hispanoamericanas escuchadas con tal motivo, ha sonado como leitmotiv el agradecimiento del mundo hispano. Un agradecimiento expresado por el rey Felipe VI a los hispanistas presentes en el Palacio del Pardo, a los “expertos y estudiosos, entusiastas de una cultura que para la mayor parte […] no forma parte de [su] geografía elemental, del lugar en que [han] nacido y crecido”.

         Pero también se agradecieron y reconocieron la labor investigadora y docente de los hispanistas y su contribución al incremento de los conocimientos sobre el mundo hispánico, enriqueciendo las perspectivas y dinamizando la actividad crítica e investigadora, como destacó la directora de la Academia Panameña de la lengua, Margarita Vázquez. Su sabiduría, su trabajo y también su “complicidad”, dijo el director de la Real Academia Española, ya que el ser hispanista permite efectivamente sentirse incluido en una selecta y entrañable hermandad, con todas sus salutíferas rivalidades, pero sobre todo solidaridades e irremediables complicidades.

         También quedó destacado su papel de intermediarios o mediadores para la difusión y promoción de “nuestra lengua”, de “nuestra cultura” o la del “mundo de hablas hispanas”, que hace de ellos/ellas unos “auténticos embajadores culturales” y también permiten a los hispanohablantes admirar más sus propias lenguas y culturas.

         De ahí para el mundo hispánico el «gran valor de la aportación de los hispanistas» que “con el tamiz de sus respectivas culturas y sensibilidades y orígenes», según fórmula de Felipe VI, enriquecen la lengua y cultura hispana vistas como espacio común y compartido, como “patrimonio global pero también como sustancia viva con capacidad de adaptación, de expansión y de crecimiento”, según el representante de Unicaja.

         Así son, vistos por el mundo hispano, los hispanistas, ese «gran grupo humano formado por miles de doctores e universitarios de todo el mundo que sin ser en su mayoría hispanohablantes de nacimiento dedican su vida profesional con verdadera pasión a promover nuestra lengua y nuestra cultura», dicho sea con palabras de Felipe VI.

         La imagen devuelta a los hispanistas por el espejo del mundo hispano no puede ser más positiva. Es, desde luego, mucho más positiva y grata, y fuente de mayores satisfacciones, que la que suelen merecer en sus propios países a los que, sin embargo, aportan útiles conocimientos lingüísticos y demás, pero también muchos valores asociados con las formas hispánicas de vivir y pensar, de hablar y de escribir, las históricas y las actuales.

Así las cosas, en mi opinión —retomo aquí algunas ideas expresadas en el Anuario del Instituto Cervantes de 2014—, es de la responsabilidad de los hispanistas, para asentar más sus respectivos estatutos y corresponder las expectativas del mundo hispano, recapacitar sobre  lo que podría ser una legítima preocupación para cualquier hispanista : mantener y cultivar ese calar hondo en la historia de la lengua, de la literatura y de la cultura para una docencia actual, pero también fomentar una dialogante e incluyente actitud dentro de la propia esfera del hispanismo donde caben, desde el principio, filólogos, lingüistas, teóricos de la literatura, historiadores, etnólogos, etc. y, en sus márgenes, con otras disciplinas.

Un hispanismo sin fronteras, pues, ni disciplinares ni geográficas, un hispanismo internacional compatible con unas declinaciones nacionales, regionales o continentales, que subsuma todas las aportaciones de los miles de hispanistas dispersos por el mundo.

Un hispanismo que no se contente con ser un conservatorio de glorias pasadas, por muy efectivas que sean. Ha de ser una preocupación de los hispanistas desensimismarse, «abrirse y apoderarse de unas nuevas y diferentes problemáticas y tecnologías, bregar por la promoción y emergencia de más emblemas y valores vinculados con lo hispánico”. Proseguir, pues, en la línea marcada por Ramón Menéndez Pidal en 1921, desconfiando de una cómoda aunque halagüeña insularidad, para alcanzar más y más el espacio público internacional, inclusive en aquellos países de África pero también de Hispanoamérica donde, por motivos económicos o históricos, falta aún desarrollar el hispanismo o la conciencia de obrar como hispanistas.

Para tal cometido, saben que pueden contar con el respaldo intelectual y afectuoso que le da el mundo hispánico y el muy efectivo –y no menos afectuoso- de la Fundación Duques de Soria, con el Observatorio Permanente del Hispanismo ubicado en Soria, en el Convento de la Merced, también Casa del hispanista, que al par que suministrará  una base de datos sobre el hispanismo, ofrece a los hispanistas un foro permanente sobre lo que es y puede ser el hispanismo presente y futuro, para contribuir a formar nuevos hispanistas y a mejorar la conciencia del colectivo hispanista sobre su propia identidad; qué significa ser hispanista; qué representa el Hispanismo a nivel internacional, etc., algo que, hasta ahora, solo se ha podido perfilar.

         Entre las muchas —demasiadas, excesivas—virtudes o cualidades que a los hispanistas se les presta, a este veterano hispanista, vástago de humildes labriegos bretones, la que tal vez más le guste y es de agradecer, es esa calificación escuchada durante el referido Homenaje, de los hispanistas como “sembradores de la semilla de la atracción hacia nuestras culturas”.  

         No es muy arriesgado asegurar que la cosecha es y será de todos.

                                                    

 

                                                                       Jean-François Botrel

                                                                       (Soria, 3 de julio de 2019)

 



[1] Este texto es una versión revisada de una conferencia leída en Soria, el 3 de julio de 2019, con motivo de la apertura del curso 2019-2020 de la Fundación Duques de Soria de Ciencia y Cultura Hispánicas.